sábado, 27 de septiembre de 2014

Obstinación




Ya no me llamas ni me escribes, y la verdad es que duele no verte ni saber de ti. Pero se me pasará, tranquila.

Me había acostumbrado a escucharte aunque no nos viéramos, al menos por la noche, cuando hablábamos por teléfono. Echo de menos decirte que me hables más alto, que no te oigo. Y meterme con tus expresiones. Quiero que lo sepas. Pincharte, gastarte mis bromas para que me digas eso de qué tonto. Y que nos contemos nuestras cosas, claro. Pero qué se le va a hacer. Ahora sí que no te oigo de verdad, con lo que me gustaba. Pero no importa.

Ya no veo tus enormes ojos con sus largas pestañas, salvo en sueños, o en las decenas de fotos que tengo tuyas. No, no es lo mismo, por supuesto. Además, en realidad me cuesta mucho mirar esas fotos, porque al hacerlo noto que de repente me falta un poco el aire y que el corazón se me pone a todo trapo. Por eso lo evito, que uno ya tiene más de cuarenta tacos y hay que cuidarse.

Tampoco toco ya tus manos, ni tu pelo, ni tu boca. Ni te beso en el cuello. Y tú ya nunca pones tus pies sobre mis piernas ni me acaricias la cabeza mientras nos besamos tumbados. Porque ya no nos besamos. Así es la vida.

Me sigo despertando contigo, pero ya no estás a mi lado sino dentro de mi cabeza. Sueño contigo cada noche sólo para comprobar que todo es mentira cuando abro los ojos y vuelvo al mundo real. Pero será cuestión de tiempo que esto deje de pasar. Eso me digo.

Sigo teniendo conmigo tu aroma... bueno, en parte. Lo cierto es que cuando te pregunté por el suavizante que ponías en la lavadora fue porque quería tener algo de ese olor tuyo siempre en casa. Porque me encantaba olerte: tu ropa, tu pelo, tu piel. Gracias por regalarme un bote, el problema es que ahora tengo tu suavizante pero no te tengo a ti. Un bote de suavizante gratis a cambio de la novia, caballero. Vaya porquería de oferta y vaya timo, que las condiciones no estaban ni en letra pequeña. Si lo llego a saber no acepto nada.

Llegué incluso a pensar que podrías ser la mujer de mi vida, ya ves qué cosas se me ocurren.

Se me hace un poco cuesta arriba todo esto, para serte sincero, pero no te preocupes, ya verás cómo lo superaré. Un poco de sensación de soledad aplastante y abrumadora sí que tengo, pero vamos, lo voy llevando. Más o menos.

A pesar de que ya no me susurras nada mientras estás encima de mí. Porque no estás. Ni encima, ni debajo, ni al lado, ni en ningún sitio en kilómetros a la redonda.

A pesar de que ya no puedo abrazarte. A pesar de que me acuerdo vivamente del primero y del último de los abrazos que nos dimos. Enero y agosto. El cálido en invierno y el frío en verano. Tiene su lógica.

A pesar de que la última vez que te vi -la última vez que te abracé- era el viento el que te levantaba la blusa y no yo, como otras veces. Lo que el viento me robó podría ser el título de nuestra peli.

A pesar de que ya no me dices que me quieres, ni me escribes esas cosas, ya sabes: que si cada día te sientes más enamorada y tal y cual. Ni me pides que te mande esos mensajes que tú y yo sabemos.

A pesar de que ya no hay ramos de flores, ni regalos, ni planes, ni ilusiones, ni proyectos, ni nada (he de confesarte algo: cuando te dije que podíamos irnos los tres -tu pequeño, tú y yo- a empezar una nueva vida al otro lado del mundo, en realidad no era una broma).

A pesar de que ya ni me acerco a la larga y tortuosa carretera que lleva a tu puerta, que cantaban los Beatles.

A pesar de que aún te recuerdo en mi casa. Abriendo la puerta tan sonriente, entrando para estar conmigo. Y te imagino en el sofá, tapada con la manta. Tu lugar preferido. Y yo a tu lado, sin cansarme de mirarte.

A pesar de que ya no hay un niño -de esos que dan ganas de comérselos- jugando conmigo, devolviéndome a la infancia, y a la vez haciéndome sentir un poquito padre por primera vez en mi vida.

A pesar de que ya no nos podemos pelear por las tonterías de siempre.

A pesar de tantas y tantas cosas que me faltan.

A pesar de que me has hecho llorar mucho más que en toda mi vida.

A pesar de que has demostrado que mis monstruos tenían su razón de ser.

A pesar de que me siento como si hubiera perdido un tesoro... y más perdido que nunca.

A pesar de todo... no me arrepiento de nada.


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Caridad




No falla: cada vez que una chica rompe conmigo -cosa que por desgracia ocurre con frecuencia, y siempre de improviso, al menos para mí- me deja la cocina llena de comida. En la nevera, en el congelador, en los armarios... Frutas, verduras, carne, pescado, platos preparados... Tengo que decir que mis sucesivas parejas habitualmente han sido buenas cocineras. Una suerte, dadas mis carencias en las artes culinarias.

Es como si me dijeran: quizá te mueras, pero que sea de aflicción, no de inanición.

No deja de ser un detalle, casi maternal. Lo que parecen ignorar es que esto del mal de amores quita las ganas de comer que no veas.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

Terrorismo emocional



Malcolm McDowell en la película La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick


Necesito estar sola, ahora mismo no puedo ser tu pareja, tengo que tranquilizarme y pensar qué voy a hacer contigo, pero eso no significa que vaya a dejarte. O sí. O dicho de otra forma: tengo preparada una campaña de atentados que te cagas contra tu estado de ánimo y vamos allá con el primero.


sábado, 13 de septiembre de 2014

Vértigo ("Ya hablaremos... con el tiempo")




"Ya hablaremos... con el tiempo", dice ella. Y él piensa que no es con el tiempo con quien quiere hablar, sino con ella. Todo el tiempo que sea necesario para arreglar el problema, claro que sí. Bueno, para entender el problema, en primer lugar, porque ni siquiera lo entiende. No le ha dado tiempo a entenderlo. Y en unos segundos, como si se fuera a morir, desfila por su cabeza toda su vida con ella. La pasada y la futura, la que habitaba en su imaginación y que ahora se hace pedazos. La prisa que tenía ella al principio. Las pocas ganas que tenía él de resistirse, a pesar de que lo intentaba en vano. Lo guapa que estaba siempre (también hoy). La pasión desbordada. Los momentos felices. Las pequeñas escapadas juntos. Los leves proyectos en común, como estrellas fugaces a las que se pide un deseo ilusorio. Las primeras discusiones. Las primeras veces en que ella pidió tiempo ("necesito estar sola"). Intermedios. Una relación como una montaña rusa: a veces arriba, a veces abajo, y a velocidad de vértigo. Todo comprimido en un año y medio. Será cosa de los tiempos actuales, se dice a sí mismo. Hoy todo se almacena cada vez en menos espacio y cada vez más rápido. Todo cambia cuando uno menos se lo espera, lo efímero está de moda. Esos pensamientos hacen que la cabeza le dé vueltas, tanto que está a punto de caerse. Cada día está más convencido de no estar hecho para los tiempos que corren. Tiempos que corren, qué expresión más acertada, qué descriptiva. Quién fuera Marinetti para entender estos tiempos modernos tan veloces, tan frenéticos, esta especie de pesadilla futurista.

Qué obsesión tiene esta chica con el tiempo, se dice a continuación. Como el conejo blanco del país de las maravillas. Maravillosa sí podía ser, cuando quería. Lo bastante como para haberla seguido ciegamente hasta la hecatombe, hasta precipitarse contra la realidad como un kamikaze. Su relación ha sido como un cohete viajando raudo por el espacio y por el tiempo, con ella a los mandos. "Qué rápida eres siempre para todo", le había dicho él a veces. "Bueno, soy así", confirmaba ella con esa sonrisa que le derretía. Y él no supo ver que en realidad se trataba de un aviso, de la advertencia de que el fin se acercaba. A toda velocidad. Como un meteorito, como un rayo. "Me gustan las carreras de coches", había comentado ella alguna vez. Ahora todo cuadra. 

Después de la última discusión ella le había vuelto a pedir tiempo y espacio. No me extraña que necesites tanto espacio, piensa él, vas a toda leche por la vida, hija mía. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, cantaban en la zarzuela. Pues tú más aún, cariño mío. Tanto que resulta que las leyes de la física se te quedan cortas.

¿Cómo habían llegado a esta situación? ¿Cuánto tiempo habían estado mal mientras seguían juntos? ¿Un fin de semana? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Todo el tiempo? No lo sabe pero ya no importa. El tiempo para hablar y averiguarlo ya ha pasado, aunque él no se haya dado cuenta hasta ahora.

Y hoy se están despidiendo, quizá para siempre. El tiempo lo dirá. El tiempo lo cura todo, pone las cosas en su sitio. Hablaremos con el tiempo. Maldito tiempo que decide sobre nuestras vidas, ni que fuera Dios.

Ella se queda con su tiempo y su espacio interminables. Él simplemente se echa a andar: su tiempo ha acabado. El encuentro ha durado dos minutos. Tiempo suficiente para poner punto final a una historia de amor, por lo visto.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Confesión



Steve Martin como dentista en la película La tienda de los horrores (1986), de Frank Oz


-Verá, lo cierto es que soy una persona susceptible, a veces me molestan cosas sin importancia. También soy obsesivo, le doy muchas vueltas a todo. Pienso demasiado en lo que me preocupa, vaya. Añado que mis sucesivas historias de amor fracasadas me han dejado un tanto traumatizado. Pero lo peor de todo es que... además soy dentista... y no sólo eso... sino que, en ocasiones, mi trabajo me estresa.
-Qué barbaridad. En serio, qué barbaridad. ¿Cómo puedes levantarte por la mañana y mirarte en el espejo? Hijo mío, todo esto es demasiado grave, espero que comprendas que no te pueda dar la absolución. De manera que como penitencia tendrás que vagar en solitario eternamente por las tinieblas, y luego ya veremos. Ah, y cambia de trabajo, por Dios.