domingo, 16 de noviembre de 2014

Entrevista a Marseille




Lo que sigue a continuación es una entrevista completamente ficticia, dado que se supone que se le hace, digamos hoy, a una persona que lleva muerta 74 años. Pero todo lo que en ella se cuenta es completamente cierto.


-Entrevistador: Muy buenos días desde el programa “La entrevista de las estrellas”. Hoy, en la Emisora del Otro Mundo, tenemos a Hans-Joachim Marseille, famoso piloto de combate y as de caza alemán de la Segunda Guerra Mundial. Buenos días, señor Marseille.

-Marseille: Buenos días, qué tal.

-E: Ante todo tenemos que aclarar que un as de caza es todo aquel piloto de combate que derriba al menos cinco aviones enemigos confirmados. Y usted derribó 158, con un promedio de tres derribos por misión, ¿no es así?

-M: Es correcto, sí.



-E: Empezó su carrera combatiendo en la famosa batalla de Inglaterra, en 1940, pero casi todos esos derribos los consiguió usted combatiendo en el Norte de África, junto al famoso Afrika Korps de Rommel, adonde llegó en abril de 1941. Allí se forjó su leyenda.

-M: Eso es.

-E: Según un colega suyo, Hannes Trautloft, ese promedio de derribos le podría haber convertido a usted, de no haber muerto en septiembre de 1942, en el mayor as de caza de la guerra –y de la historia-, por encima de su compatriota Erich Hartmann. ¿Qué opina?

-M: Bueno, que a saber. Me fui al otro barrio antes de cumplir los 23 años, de modo que todavía podría haber hecho grandes cosas, sí. Pero a saber…

-E: Nació usted en Berlín el 13 de diciembre de 1919, en plena resaca de la Primera Guerra Mundial. ¿Le puedo llamar Jochen, como hacían sus camaradas?

-M: Claro. También me llamaban Seille, a veces.

-E: Jochen, nos viene usted al pelo en este programa, ya que le apodaban la Estrella de África. ¿Se consideraba usted una estrella?

-M: Bueno, teniendo en cuenta cómo desaparecí del mapa, más bien me considero estrellado. No, en serio, la verdad es que nunca tuve delirios de grandeza. La guerra fue algo terrible que por un lado me dio fama y popularidad, pero por otro también me enseñó a madurar, a no sentirme tan importante. Además, mis inicios como piloto fueron desastrosos, lo que me ayudó a tener los pies en la tierra… por las veces en que me caía o me derribaban, claro, que fueron unas cuantas.



-E: En una de esas ocasiones fue usted a parar al Canal de la Mancha.

-M: Sí, falló el motor del Messerschmitt y tuve que amerizar. Estuve tres horas a remojo hasta que me rescataron. Casi me muero de hipotermia.

-E: El caso es que vivió usted deprisa –literalmente- y murió joven, que es lo que se dice de las grandes estrellas del cine o de la música que desaparecen tempranamente.

-M: A propósito, me encantaba la música, la verdad. ¿Sabe que durante la guerra escuchaba las emisoras del enemigo aunque estuviera prohibido?

-E: ¿Y eso?

-M: Porque ponían ragtime, jazz, que me apasionaban… Yo mismo tocaba el piano bastante bien, modestia aparte. Como mi madre.


Marseille y su madre, Charlotte Riemer


-E: ¿Es cierto que en una ocasión tocó el piano delante de Hitler y le cabreó?

-M: Es cierto, es cierto. Después de interpretar durante una hora a Beethoven, Brahms y Chopin, toqué una pieza de Scott Joplin y bueno, supongo que a Hitler no le gustó, así que dijo que ya había escuchado suficiente y se marchó con otros gerifaltes nazis, como Göring o Himmler. Para ellos eso era música de negros, “música degenerada”. A mí aquello me hizo gracia, y diría que no fui el único que se rio. De modo que seguí tocando.



-E: Le gustaba a usted divertirse. Y la vida nocturna.

-M: Bueno, qué quiere, era joven.

-E: E indisciplinado.

-M: Sí, lo confieso. Pero mire, con veinte años hay que ser un poco indisciplinado. Le diría que a esa edad no se puede ser otra cosa, y si alguien no lo es tiene un serio problema.

-E: ¿Y por eso aterrizó en una autopista cuando estaba en la escuela de vuelo?

-M: Bueno. Me entraron unas terribles ganas de orinar y no vi mejor sitio para aparcar el avión.

-E: ¿Y cómo era eso de ser indisciplinado en la Alemania de Hitler?

-M: Verá, yo puedo hablar por mí y por muchos de mis compañeros. Cuando uno se hace piloto, cuando quiere volar, es porque necesita sentirse libre. No hay mayor sensación de libertad que la que se tiene en el aire, pudiendo ir a toda velocidad hacia cualquier parte. Eso es lo que yo quería. En definitiva, hacer lo que me diera la gana. Obviamente ese espíritu está reñido con las dictaduras.

-E: ¿Quiere decir que no era usted nazi a pesar de haber servido en la aviación del Tercer Reich?

-M: Yo quería ser aviador, y para eso uno tenía que ingresar en la Luftwaffe. Cuando Hitler llegó al poder yo tenía trece años. A partir de entonces crecí en una sociedad impregnada completamente por la ideología del partido nazi, en la que todos debíamos tener las mismas opiniones, hacer lo mismo, pensar y actuar igual. A mí eso me sacaba de quicio, no terminaba de adaptarme, y por eso no fui un buen estudiante. Finalmente, mi forma de rebelarme contra todo aquello fue simplemente ignorar la política oficial. No me interesaba, sólo quería volar. Nunca ingresé en el partido. Bueno, y además está el hecho de que entre mis camaradas pilotos tampoco hubiese muchos nazis convencidos, que eso también influyó en mis ideas, claro.




-E: Pero para hacerse piloto de caza tendría que tener también cierto sentido de la competitividad…

-M: Obviamente.

-E: ¿Qué pensaba cuando empezaron en Alemania las persecuciones a los judíos, los comunistas y otros?

-M: Ya le digo que en los años treinta, cuando todo aquello comenzó, yo era adolescente. No me gustaba la disciplina, ni las órdenes, ni que trataran de imponerme nada. Era un chaval rebelde, supongo que suele pasar con los hijos de padres divorciados, como los míos. Prefería hacer lo que me diera la gana, me encantaban las chicas y el swing… y los aviones, claro. Entonces me hice aviador. Y poco después empezó la guerra. Todo eso tenía yo en la cabeza. De todas formas le voy  decir una cosa: por entonces a nadie le llamaba la atención que se encerrase a la gente problemática o supuestamente enemiga del Estado en campos de concentración. Era algo que ocurría en muchos países, no sólo en Alemania. Era algo propio de la época.

-E: ¿Y consideraba enemigos a los judíos?

-M: No, en absoluto. Verá, yo nunca fui racista. Durante mi infancia, uno de mis mejores amigos era judío. Y otro de ellos, que conocí más tarde en África, era negro.




-E: Mathias.

-M: Sí, Mathias. Un prisionero sudafricano que acabó trabajando para nosotros. En realidad se llamaba Mathew Letulu. Nos hicimos grandes amigos. Le encantaba mi colección de discos. Y qué bien bailaba, el tío. Además era muy buen cocinero. Y se encargaba de pintar las marcas de las victorias aéreas en la cola de mi avión. También me ayudaba a salir de la carlinga cuando llegaba exhausto de volar. En cierta ocasión, el mariscal Kesselring me preguntó que por qué había un negro en mi tienda. “¡Es un buen hombre y mi mejor amigo, Herr Feldmarschall!”, le respondí. Mathias se llevaba bien con todo el mundo. Era un buen tipo que sólo quería volver a su casa, escapar de esa guerra de blancos, como él decía. A veces lo pasábamos genial. Recuerdo otro día en que estábamos bromeando él y yo y vino un general a pasar revista. Nos presentamos los dos partiéndonos de risa. Yo iba con pantalones cortos, unas sandalias que me había hecho con un neumático viejo, una sombrilla de colores que me había regalado una chica, gafas de sol y una copa de brandy en la mano.



-E: Cuéntenos qué pasó aquella vez en que Mathias y usted se rieron mucho por cierto comentario sobre Hitler.

-M: Ah, sí. En el verano de 1942 estuve de permiso en Alemania y conocí a Hitler en persona. Al volver a África, le comenté a Mathias que el Führer me había parecido un tipo bastante raro y los dos estallamos a carcajadas. El caso es que había tres generales delante que me escucharon perfectamente, pero creo que eso precisamente fue lo que hizo que nos riéramos tanto. En ocasiones éramos unos auténticos críos.

-E: ¿Estuvo usted al tanto de los asesinatos masivos de judíos y otros por parte de los nazis?

-M: Algo llegó a mis oídos en aquel verano, cuando estuve en Alemania. En un primer momento no supe qué pensar. Estábamos en una guerra brutal y todo el mundo estaba matando a mansalva. El enemigo bombardeaba nuestras ciudades matando a civiles, igual que habíamos hecho nosotros antes, claro. Pero también consideré que si era verdad que se asesinaba en masa a la gente en nuestros campos de concentración, Alemania merecería perder aquella guerra porque seríamos un país de criminales. Tenga en cuenta que yo era descendiente de los hugonotes, que también fueron perseguidos y asesinados en su día. Yo quería a mi país, se me valoraba y condecoraba por mis éxitos en combate, pero no estaba dispuesto a apoyar un régimen que asesinaba a la gente de forma gratuita. En fin, de todas formas todo esto me pasaba por la mente poco antes de mi muerte…

-E: ¿Se consideraba usted pacifista?

-M: Absolutamente.

-E: Pues es una contradicción que un piloto de combate fuera a la vez pacifista, ¿no?

-M: Bueno, la verdad es que antes de derribar mi primer avión no lo era. Le explico. Fue un caza británico que derribé sobre Kent, al sudeste de Inglaterra, en 1940. Después empecé a sentir remordimientos. Me parecía ver la cara de aquel piloto y me imaginaba a su madre llorando por él. Recuerdo que le escribí a la mía contándoselo.

-E: A propósito, ¿su jefe le felicitó por su victoria?

-M: Lo cierto es que para derribar aquel avión violé las normas, ya que rompí la formación y me lancé a perseguirle hasta echarlo abajo. Por entonces mi jefe de escuadrilla era Herbert Ihlefeld. Cuando aterricé me dijo que mi derribo estaba confirmado, pero que si volvía a romper la formación me pegaría un tiro. Me asusté, me puse muy serio, y entonces él se echó a reír, me dijo que era una broma, que a lo sumo me enviaría a infantería. Le prometí no volver a hacerlo y lo cumplí. Lo que no quiere decir que a partir de entonces yo acatara las normas. De hecho, procuré desobedecer las órdenes pero sin incumplir dos veces la misma. Creo que al final le caí bien.

-E: Tengo entendido que fue usted trasladado a otra unidad porque Ihlefed no soportaba su indisciplina y sus insubordinaciones.

-M: Sí. Bueno, una cosa es que le cayera bien y otra que él tuviera que velar por su salud emocional.

-E: Su siguiente jefe fue Steinhoff

-M: Sí.

-E: ¿Es cierto que le robaba el coche?

-M: Eh… sí. Y me pilló varias veces. Verá, en aquella época conocí a un par de chicas con las que salía a beber y a divertirme, ya sabe. Una de ellas, por cierto, era hija de un oficial de la Gestapo. El oficial en cuestión apareció un día por la base buscándome, aunque afortunadamente no me encontró. Steinhoff decía que yo aparentaba quince años.

-E: ¿Por su aspecto físico o por su comportamiento?

-M: Por ambos, supongo.

-E: En cierta ocasión, ya en el Norte de África, dio una pasada con su avión a muy baja altura sobre una columna en la que iba el mismísimo Rommel.

-M: Sí.

-E: ¿Y qué ocurrió después?

-M: Nada. Por lo visto su segundo, Bayerlein, quiso detenerme, pero Rommel no le dejó. Era muy buen tipo, Rommel.

-E: Al poco de llegar a África tuvo una interesante conversación con otro as: Joachim Müncheberg.

-M: Sí. Él ya era un as de caza reconocido, y yo también era famoso pero más bien por mis insubordinaciones. Me preguntó acerca de lo que pensaba yo de Libia y le respondí que notaba que faltaban chicas por allí. Supongo que el tipo esperaba que le hablara de los pilotos enemigos, de la calidad de los aviones, del tiempo o qué sé yo. Entonces mi camarada Stahlschmidt aprovechó mis palabras y agregó que estaría bien que pudiéramos disfrutar de algunas bebidas para después de volar, ya que por lo visto nuestros aliados italianos las tenían. Müncheberg nos respondió que allí estábamos para combatir, no para relajarnos como si estuviéramos en casa. Y añadió que me cortara el pelo. Mi camarada y amigo Werner Schroer decía que, cuando la gente me conocía, o bien me adoraba o bien me odiaba. Que yo causaba ese efecto.


De izquierda a derecha: Marseille, Schroer y Stahlschmidt


-E: Sí, pero todo el mundo le respetaba, incluso cuando le odiaban.

-M: Eso es verdad.

-E: Otro día ametralló desde su avión el suelo, cerca de la tienda de campaña de su jefe de escuadrilla, Gerhard Homuth.

-M: Cierto. Me tenía hasta las narices. Me vetaba, me prohibía volar y combatir, y creo que era porque me envidiaba. Competía conmigo pero sabía que yo era mejor que él.


Homuth y Marseille


-E: Pero amenazó a un superior. ¿Cuál fue la reacción de Homuth ante un hecho semejante?

-M: Quiso llevarme ante una corte marcial, pero nuestro jefe, Eduard Neumann, se lo impidió. Le debo mucho a Neumann. Fue el primero de mis jefes que creyó realmente en mí.

-E: Era usted un hombre de carácter…

-M: Si trataban de ponerme palos en las ruedas (o de cortarme las alas, por hacer un símil aeronáutico), por supuesto. Le voy a contar otra anécdota: Homuth trató de llegar antes que yo a las cuarenta victorias, pero no lo consiguió. Entonces, cierto día, en una misión de escolta, me ordenó que le cubriera sin despegarme de él. Consiguió derribar un avión igualándome en las cuarenta victorias, pero yo le desobedecí lanzándome a por el enemigo. Mientras todo el mundo escuchaba los gritos que me lanzaba Homuth por la radio, derribé cuatro cazas. Uno de ellos, además, estaba pegado a su cola, de modo que puede decirse que yo le salvé el pellejo (y aquella no fue la única vez en que lo hice). Homuth, que supongo que pensaba al comienzo de la misión que podría convertirse en líder de derribos en nuestra unidad, se puso loco de rabia y de nuevo quiso llevarme a una corte marcial, pero fue en vano. De hecho, y muy a su pesar, fui recomendado para la Cruz de Caballero, que se me terminó concediendo días después. Y encima fui ascendido a teniente.


Marseille y Neumann


-E: Y sin embargo era usted la antítesis del clásico oficial alemán.

-M: En cierto sentido sí.

-E: También le condecoró Mussolini, ¿verdad?

-M: Sí, con la Medaglia d'Argento al Valor Militare. Recuerdo que le comenté en broma a su yerno, el conde Ciano, que si no le parecía que el Duce se creía muy importante. Por lo visto el comentario llegó a oídos incluso de Hitler.

-E: ¿Cómo conseguía que no le castigaran después de episodios así? ¿Que no le fusilaran, ni le encerraran en la cárcel, o que ni siquiera le trasladaran a infantería?

-M: Mi padre era general de la Wehrmacht. Cualquiera podía pensar entonces que yo tenía enchufe, pero la verdad es que mis jefes apenas me castigaban porque yo era muy bueno derribando aviones enemigos, y ellos lo sabían. Incluso aunque volviera con mi avión destrozado. Al principio, cuando se hartaban de mí, simplemente me trasladaban a otra unidad. Más tarde ya ni eso. Supongo que adquirí eso que llaman carisma.


Su padre, el general Siegfried Marseille


-E: Era usted realmente bueno. Decían que bailaba con su avión. ¿Cómo se puede bailar con un avión?

-M: Ya le digo que me encantaba la música. A partir de ahí sólo había que dejarse llevar.

-E: No, en serio: ¿cómo hacía para derribar tantos aviones? ¿Cuál era su táctica?

-M: Pues el truco estaba básicamente en acercarme mucho al avión enemigo.

-E: ¿Y luego?

-M: Luego me acercaba más aún. Me metía dentro de las formaciones enemigas, que eran círculos defensivos. Hacía giros más cerrados que mis rivales, disparaba por delante del objetivo, en deflexión, y así lo terminaba alcanzando. Procuraba tener bien estudiadas tanto mis armas como las del enemigo. Y bueno, creo que mi puntería no estaba mal.

-E: Y también volvía con su caza lleno de balazos. Y hacía aterrizajes forzosos.

-M: En ocasiones sí. Sobre todo en mis primeras misiones de combate.



-E: ¿Es verdad que a veces volaba bebido?

-M: Sí. El alcohol me infundía valor. Igual que para ligar. 

-E: Cuéntenos cómo hizo aquella famosa vez en que derribó dos cazas británicos que le perseguían.

-M: Bueno, vi que los tenía muy pegados a cola, así que se me ocurrió reducir gases y bajar los flaps, de modo que me quedé casi parado en el aire. Esto hizo que los cazas enemigos me rebasaran. Entonces levanté el morro, disparé y alcancé a uno de ellos. El otro empezó a girar, pero yo metí potencia, hice un giro más cerrado que él, disparé y le alcancé también. Derribé a los dos, aunque he de decir que ambos pilotos sobrevivieron, afortunadamente. Por lo visto inventé sin querer una técnica del combate aéreo. La repetí más veces, incluso sacando el tren de aterrizaje para frenar aún más la velocidad del avión y que mis perseguidores me sobrepasaran para derribarlos después.




-E: En otra ocasión derribó un caza con el motor de su propio avión averiado.

-M: Bueno, derribé un Hurricane desde tan cerca que hubo fragmentos del avión enemigo que impactaron contra el mío y me dañaron el radiador. Mi Messerschmitt tenía suficiente velocidad y altura como para alcanzar mis líneas, así que seguí volando. Entonces vi otro Hurricane más abajo, me lancé a por él y lo eché abajo también. Finalmente conseguí llegar a la base. Mi avión quedó reparado en un par de días.




-E: El 3 de junio de 1942, durante la batalla de Bir Hakeim, derribó nada menos que seis cazas enemigos en poco más de diez minutos. Tres de ellos pilotados por ases sudafricanos, además.

-M: Bueno, en esa ocasión los cazas enemigos eran Curtiss P-40, inferiores a nuestros Messerschimitt Bf 109.

-E: No sea usted tan modesto. Por aquella acción recibió las Hojas de Roble y fue nombrado jefe de escuadrilla (1). Incluso Homuth le felicitó.

-M: La verdad es que también le ascendieron a él por aquello.




-E: Y días más tarde repitió la hazaña: superó las cien victorias derribando de nuevo seis aviones enemigos en diez minutos.

-M: Es cierto. Y en septiembre llegue a derribar hasta siete cazas en ese tiempo. Pero mi momento más destacado fue el primer día de aquel mes, en que derribé diecisiete cazas enemigos a lo largo de la jornada, incluyendo dos Spitfires, el mejor caza que tenían los británicos por entonces.

-E: En los duelos aéreos del norte de África persistía cierta caballerosidad del aire, ¿no?

-M: Sí, aunque he de decir que más por nuestra parte que por la de los británicos. Sé que puedo parecer parcial al afirmar tal cosa, pero es la verdad, y le pondré un ejemplo. En cierta ocasión fue ametrallado un camarada, Förster, mientras descendía en su paracaídas después de que su avión fuera derribado (2). Aquello provocó una discusión entre nosotros, los pilotos alemanes. Algunos camaradas alegaban que si los británicos habían violado la Convención de Ginebra disparando a un hombre en paracaídas, nosotros debíamos hacer lo mismo. Mi jefe, Neumann, otros compañeros y yo mismo, insistimos en que había que respetar las reglas de la guerra y que de ninguna manera se ametrallaría a los pilotos enemigos que se lanzaran desde su avión. Y así fue.

-E: Retomando el tema de su pacifismo, qué fue lo que le empujó a él: ¿los remordimientos?

-M: A medida que la guerra avanzaba yo perdía a compañeros y me enteraba de una desgracia tras otra. En consecuencia cada vez fui viendo menos sentido a todo aquello. Sí, claro que me volví pacifista.

-E: Pero continuó derribando aviones.

-M: Era lo único que sabía hacer, aparte de tocar el piano. Eso sí, trataba siempre de disparar al motor y no a la cabina. Por eso puedo decir con satisfacción que un alto porcentaje de los pilotos que derribé sobrevivió.

-E: Y por lo visto trataba de ayudar cuando podía a esos aviadores que derribaba.

-M: Pues sí. Ahí sí que intervenían los remordimientos. Y bueno, la caballerosidad del aire de la que hablábamos antes, que aprendí de camaradas como Ludwig Franzisket.

-E: Precisamente Franzisket dijo de usted que fue un humanista en medio de una situación terriblemente inhumana. Denos algún detalle.

-M: Me gustaba charlar, cuando podía, con los pilotos enemigos que derribaba. Ya sabe, se lanzaban en paracaídas, caían en nuestra zona, eran hechos prisioneros y luego yo iba a verlos. Tenía interés en comprobar si estaban bien. En realidad eran nuestros invitados. Incluso me fotografiaba con ellos. Supongo que me movía una especie de sentimiento de hermandad entre pilotos.

-E: Pero hacía algo más por ellos, ¿no?

-M: En cierta ocasión escolté a un piloto herido hasta que consiguió aterrizar. Luego fui a buscarle en coche con un médico y con Schroer. Conseguimos trasladarle al hospital y sobrevivió. Hice algo parecido con otro al que derribé y se lanzó en paracaídas. También solía sobrevolar los aeródromos enemigos dejando caer mensajes informando sobre la suerte de los pilotos que había derribado. Explicaba si habían muerto, si estaban en el hospital o si se encontraban bien. En esto supongo que influyó también la muerte de mi hermana. Me afectó muchísimo porque estábamos muy unidos, y entonces pensaba en lo que podían llegar a sufrir los familiares de los pilotos que derribaba si no recibían noticias de ellos.




-E: Y eso último lo hacía en medio del fuego antiaéreo enemigo.

-M: Claro. Un día Franzisket me comentó bromeando que quizá debiera avisar por radio a los británicos cada vez que yo me acercara a su base con una de mis cartas, porque así ahorrarían munición.

-E: Había normas que prohibían actos así y usted las ignoraba.

-M: Olímpicamente. A Neumann le traía por la calle de la amargura obligándole a recordarme continuamente que había una orden concreta de Göring que prohibía ese tipo de vuelos humanitarios.

-E: A propósito de lo que cuenta, en mayo de 1942 presenció algo que para usted sería premonitorio.

-M: Sí. Derribé un caza enemigo. El piloto saltó del avión pero su paracaídas nunca se abrió. Mis camaradas y yo mismo vimos cómo el hombre se golpeaba con la cola del aparato nada más salir de la carlinga. Todos escucharon por radio mi comentario: “pobre desgraciado”. En cuanto pude fui a buscar el cuerpo en mi coche. Lo encontré no muy lejos de los restos de su avión. Recogí sus papeles, volví a mi base, despegué en mi Messerschmitt y los dejé caer sobre su aeródromo metidos en un pequeño paquete junto a una nota escrita por mí. El pobre tipo fue enterrado en Libia.

-E: Todo esto hizo que fuera usted una leyenda entre sus enemigos.

-M: Me obsesionaba la idea de que yo mismo pudiera caer y desaparecer, y que mi madre no pudiera saber nada acerca de mi suerte. Le escribía cartas a menudo para que supiera dónde estaba y que me encontraba bien. Ya digo que pensaba que los familiares podían llegar a sufrir más que los propios pilotos, de modo que cuando yo derribaba a alguien, trataba de producir el menor padecimiento posible, al menos entre los suyos. En fin.



-E: ¿Y qué tal era la vida en el desierto, dejando aparte la guerra?

-M: Terrible. Yo me puse fatal. Tuve malaria, ictericia, disentería y no sé qué más. Por no hablar del clima: no solía llover, pero cuando lo hacía parecía el diluvio. Y el calor agobiante de día y el frío helador de noche. Pero bueno, a pesar de todo trataba siempre de divertirme lo que podía. En el verano de 1941 me enviaron un par de meses a casa, a recuperarme, pero luego, en el invierno, me tuvieron que evacuar de nuevo otro porque estaba grave. Fue entonces cuando me enteré de la muerte de mi hermana, Inge

-E: Asesinada por un ex novio celoso.

-M: Sí. Fue muy duro para mí, ya digo.

-E: En el verano de 1942 se volvió a coger unas vacaciones.

-M: Bueno. En junio de aquel año, tras llegar a las 101 victorias, estaba realmente agotado y supongo que se me notaba, de modo que mi jefe, Neumann, me ordenó que me marchara una temporada a Alemania. Y por allí estuve dos meses de nuevo.

-E: Por entonces su recibimiento allí fue apoteósico.

-M: Sí. Me había hecho muy famoso. Todo un héroe de guerra. Cuando llegué a Berlín la gente me aclamaba por las calles y me pedía autógrafos. Me sentí abrumado, la verdad. Recuerdo a un taxista que no me quiso cobrar la carrera, así que le regalé un paquete de cigarrillos.








-E: Y se encontró usted con Hitler.

-M: Efectivamente. Fui a su cuartel general, la Guarida del Lobo, en Prusia Oriental, para que me entregara las Hojas de Roble y las Espadas de mi Cruz de Caballero.

-E: Por lo visto no fue usted muy elegantemente vestido a ver al Führer.

-M: Bueno, no sabía qué ponerme, así que decidí ir cómodo. Eso sí, olvidé limpiar mis botas del desierto.





-E: Y había otros jefazos nazis allí, claro.

-M: Claro. Estaban Göring y Goebbels, por ejemplo. Con Göring tengo algunas anécdotas.

-E: Cuente, cuente.

-M: Después de la entrega de medallas (yo no era el único al que condecoraban aquel día), tuvimos un almuerzo con Hitler. En un momento dado Göring me preguntó por mis “cien conquistas”, y yo le respondí: “Herr Reichsmarschall, ¿se refiere usted a aviones o a mujeres?”. Juro que no pretendí hacer un chiste, pero todos se rieron. Me puse rojo como un tomate pero Goebbels me dijo algo así como que definitivamente yo era un modelo para los jóvenes alemanes. Parece ser que les caí muy bien a todos y Göring continuó tratando de ser simpático conmigo. Me comentó que quería conocer a la mujer que se casase conmigo porque habría que concederle la Cruz de Hierro por conquistarme. Entonces yo me reí y me relajé. Tanto que cuando me fijé en algo insólito para mí, esto es, que Göring llevaba las uñas pintadas, le comenté bromeando a un camarada que si no habría algo que ignorábamos sobre el Reichsmarschall, mientras hacía un gesto amanerado.

-E: Vamos, que insinuó que Göring era homosexual.

-M: Sí. El caso es que me había dejado llevar por el ambiente distendido de bromas y cachondeo que se había creado, pero todos escucharon mi comentario, incluso Göring y Hitler. Lo sé porque la mesa entera se quedó en silencio de repente.

-E: ¿Y qué pasó después?

-M: Nada. Göring siguió comiendo como si tal cosa. Supongo que fue un momento demasiado incómodo para todo el mundo.

-E: Y también charló con Hitler.

-M: Sí. Me preguntó por temas militares: la campaña del Norte de África y demás. Le dije que allí necesitábamos más aviones y pilotos, porque siempre estábamos en inferioridad numérica frente al enemigo, y él me respondió que el Frente del Este era un desagüe inagotable de recursos para Alemania, pero que enviaría refuerzos a África en cuanto fuera posible. Después hablamos en privado y me insistió en que quería que me mantuviera vivo, porque Alemania necesitaría tipos como yo tras la guerra y bla, bla, bla. Yo le respondí sinceramente que no creía que ni yo, ni muchos de mis camaradas, llegáramos a ver el fin de la contienda.

-E: Había usted asumido que iba a morir pronto.

-M: Lo veía venir, sí.

-E: Mientras tanto le propusieron ingresar en el partido nazi.

-M: Un oficial que había allí, creo recordar que era Von Below, el enlace de Hitler con la Luftwaffe, me preguntó que si había considerado afiliarme, siendo como era un héroe nacional y tal y cual. Le respondí que sólo consideraría formar parte de un partido en el que hubiera chicas muy atractivas. Ya digo que el tema no me interesaba nada.

-E: De vuelta a Berlín tuvo usted que promocionar la Luftwaffe entre las Juventudes Hitlerianas.

-M: Sí. Por aquello que decía Goebbels de que yo era un modelo de carisma y éxito para la juventud. Se hablaba de mí como de una leyenda viva.



-E: Y conoció también al jefe de la organización, Arthur Axmann.

-M: Por lo visto el hombre se quedó muy sorprendido conmigo. No sé si decepcionado, pero sí sorprendido. Dijo que, por mi forma de actuar, más que un oficial yo parecía un colegial. Que no pensaba antes de hablar. Ciertamente me encontraba un poco perdido entre toda aquella parafernalia y en aquel ambiente que, la verdad, me resbalaba y hasta me repelía. Supongo que el pobre Axmann tuvo que acabar un poco harto de tener que estar continuamente dándome instrucciones sobre cómo comportarme. Suya es la frase, en respuesta a Goebbels, de que yo era el modelo perfecto para la juventud alemana hasta que abría la boca.

-E: El general Adolf Galland -otro as-, dijo que quizá usted no fuese el perfecto oficial, pero que sí era el perfecto piloto de caza.

-M: Sí, creo que a Galland le caía mejor que a Axmann. De todos los eventos a los que acudí en Alemania, creo que en el que más disfruté fue el de la visita a la sede de la empresa Messerchsmitt, en Augsburgo. Mis temas favoritos de conversación eran la literatura, la música, la historia y, como es lógico, la aviación, y allí tuve la oportunidad de charlar con uno de mis héroes: el profesor Willy Messerschmitt. Y también con otros pilotos y con ingenieros y trabajadores de la fábrica. Y pude probar el prototipo de un Messerschmitt Bf 109 G-10.


Con Willy Messerschmitt


-E: Cambiando de tercio, cuéntenos qué ocurrió en aquellos días entre usted y cierta famosa actriz y directora de cine.

-M: Ah. Supongo que se refiere a Leni Riefenstahl. Sólo la vi un par de días.

-E: Sí, pero ella dijo que usted le había parecido un hombre muy atractivo, incluso irresistible, y que no podía dejar de mirarle. Tampoco negó que hubieran tenido un lío cuando se le preguntó por ello.

-M: Bueno, si ella no lo confirmó tampoco lo voy a hacer yo, que soy un caballero.

-E: Vale. Pues háblenos de lo que ella le propuso.

-M: Me ofreció ser la estrella en una de sus películas. Hacer de mí mismo en un gran film sobre combates aéreos. Entonces yo le respondí que si pensaba que ese tipo de películas sería popular cuando perdiésemos la guerra. Se quedó sin habla.

-E: No me extraña.

-M: Por entonces yo ya estaba convencido de que Alemania perdería, sobre todo después de que los Estados Unidos entraran en el conflicto. Lo había hablado con mi padre, que pensaba lo mismo. Solo era cuestión de tiempo.


Leni Riefenstahl


-E: En aquella temporada en Berlín aprovechó usted para estar con su madre y con su novia. Porque tenía novia, ¿no?

-M: Sí. Bueno. Se llamaba Hannelies y era profesora de escuela. Digamos que tuve una novia oficial y muchas amantes. Tener una pareja estable era casi obligado para alguien famoso como yo, dada la rígida moral de la época, pero luego hacía lo que me daba la gana. Apenas si pasaba de los veinte años y quería disfrutar de la vida mientras pudiese. Y las chicas me gustaban demasiado.

-E: Por lo visto tuvo usted un lío incluso con una sobrina de Mussolini, que además estaba casada.

-M: Insisto en que soy un caballero, tampoco lo voy a confirmar.







Cuatro imágenes con su novia, Hannelies Küpper


-E: Aparte, estuvo usted en un par de fiestas con los dirigentes nazis.

-M: Efectivamente. De la primera ya hemos hablado, fue en la que me pidieron que tocara el piano. Estuve bastante rato interpretando piezas clásicas y todos me aplaudían, y de repente pasé a Scott Joplin, música prohibida. Hitler y otros se marcharon, pero hubo también quienes se rieron a carcajadas. Fue divertido.

-E: Y todavía le invitaron a otra gala.

-M: Sí, pero aquella fue menos divertida. Ya lo he mencionado antes: escuché una conversación entre unos oficiales de las SS acerca de la Operación Reinhard, tras el asesinato de Heydrich. Ya sabe, el inicio de las matanzas de judíos en los campos de exterminio. Hablaban de algunos campos, como Auschwitz, Treblinka y Sobibor. Y también de cómo se había “limpiado” Lídice de checos y judíos. Me quedé muy afectado, pero cuando pregunté a mis amigos sobre el asunto, me encontré con que decían ignorarlo o que cambiaban de tema. Mi camarada Franzisket me aseguró que lo único que sabía era que se estaba deportando a los judíos a Polonia para ubicarlos allí. Yo le conté lo que había escuchado, que los estaban matando en masa, y él se horrorizó y me dijo que igual lo había entendido mal. Pero yo sabía perfectamente de lo que habían hablado esos tipos. En todo caso me dijo que tuviera cuidado. Algo me decía que aquello era cierto, y definitivamente me hizo dejar de creer en mi país. Aunque ya no me quedaba mucho tiempo de vida.

-E: Y las noticias del genocidio judío no fueron lo único que le desanimó.

-M: Cuando regresé al Norte de África me enteré de que en esos meses en que había estado ausente muchos de mis camaradas habían muerto. Al poco tiempo además murió otro: Stahlschmidt. Recuerdo que quise despegar para ir a buscar su cuerpo, pero mi jefe, Neumann, me lo impidió. Entre unas cosas y otras yo ya no era el mismo que antes del verano, ni nunca lo sería. Por otro lado, temía por la suerte de Mathias.

-E: ¿Y eso?

-M: Me estaba dando cuenta de que el régimen de Hitler era lo peor del mundo. Recuerdo que le dije a Neumann que el Führer se podía guardar sus medallas si el hecho de que me condecorase pudiera significar tener que alejarme de mi amigo Mathias. Se hablaba de la posibilidad de que me trasladasen al Frente del Este o que incluso me retirasen para realizar labores de propaganda. No me fiaba de lo que le pudiera ocurrir a Mathias si me marchaba de África, dado lo brutalmente racista que era el régimen nazi, así que le pedí a Franzisket que cuidase de él en caso de que yo no estuviera. También le comenté que nuestro país se había convertido en una nación inmoral, que los nazis habían cambiado Alemania y que todo lo que estaban haciendo lo acabaríamos pagando.

-E: Proféticas palabras, las suyas. ¿Su jefe no le reprendía por lo que decía sobre Hitler y los nazis?

-M: Neumann no era nazi, al igual que muchos de mis camaradas en África. No era ningún secreto que muchos de los que estábamos allí terminamos odiando a los nazis. En cierta ocasión, para motivarnos, Neumann nos comentó que no teníamos que combatir por Hitler y los nazis, sino por Alemania, nuestros hogares y nuestras familias.

-E: ¿Qué hay de cierto en esa historia que se cuenta de que se escapó y le persiguieron las SS?

-M: Bueno, fue algo que ocurrió en Roma, en aquel mismo verano. Es una historia que se ha exagerado un poco. Cuando aún estaba en Alemania recibí un telegrama que decía que Mussolini me quería condecorar de nuevo, de modo que viajé a la Ciudad Eterna con mi novia y allí recibí la medalla de manos del Duce: la Medaglia d’Oro. Creo que a Mussolini le caía bien, a pesar del comentario que le hice a Ciano la vez anterior. Eso sí, me dijo que me tendría que cortar el pelo y que él tenía un excelente barbero. Por lo visto mi pelo era un problema para unos cuantos. Bien, después de hacer un poco de turismo por Roma, mi novia se volvió a Alemania y yo se suponía que tenía que coger un avión de transporte para volver a África.

-E: ¿Y no lo cogió?

-M: No. El avión aterrizó en Libia sin mí, lo que sin duda puso muy nerviosos a mis superiores. Se encargó mi búsqueda a Herbert Kappler, un oficial de las SS que actuaba de enlace entre Mussolini y los nazis (3). Por lo visto empezaron a buscarme por los burdeles de Roma, pero al final me encontraron en un hotel de las afueras, y claro, me convencieron para reincorporarme a mi unidad.

-E: Se dice que estaba usted con una chica. Y que pensaba desertar.

-M: Lo de desertar por supuesto que se me pasaba por la cabeza. Lo de la chica prefiero no comentarlo, ya sabe.

-E: También se rumoreaba que tenía usted un apartamento en Bengasi donde solía ir acompañado de mujeres. Además de la sobrina de Mussolini se habla también de una condesa húngara, una espía británica, una bailarina marroquí, y varias cantantes y actrices, como la sueca Zarah Leander y la italiana Nilla Pizzi, entre otras. Por lo visto era usted un auténtico casanova.

-M: Nilla Pizzi era una gran mujer. Siempre me escribía cartas, me enviaba fotos y me hizo un montón de regalos, incluyendo el disco de la Rumba Azul, mi canción favorita. Pero prefiero no comentar nada más al respecto.




Zarah Leander



Nilla Pizzi




-E: Volviendo a su regreso a África: a mediados de septiembre le ascendieron a capitán, le concedieron los Diamantes para su Cruz de Caballero –aunque nunca los recibiría-, y el mariscal Rommel le invitó a cenar con él.

-M: Sí. Pero antes de aquella cena quise probar un caza italiano, un Macchi C.202, y le rompí el tren de aterrizaje al tomar tierra. De paso también me rompí un brazo. Parecía un novato. Por supuesto le pedí disculpas a su piloto, el as italiano Emanuele Annoni. Después, con unos cuantos camaradas y con el brazo en cabestrillo, me fui a ver a Rommel.

-E: Cuéntenos ese encuentro.

-M: Estuvo muy bien. Fue una cena muy relajada y con mucho alcohol. Eso sí, otras cosas no sé, pero a Rommel no se le subía el rango a la cabeza nada en absoluto. Compartía el peligro con sus hombres. Era un soldado y actuaba como tal. A sus oficiales les dijo lo siguiente: “Cuando tus hombres te vean la parte de atrás de la cabeza, te seguirán a donde vayas. Si tú puedes ver la suya, entonces estás haciendo mal tu trabajo”. Nos teníamos un enorme respeto mutuo y mucha admiración. Me preguntó mi opinión sincera sobre Hitler y Mussolini. Le respondí que los nazis me parecían unos tipos muy ridículos y bromeé repitiendo aquello de que sólo formaría parte de un partido que tuviera muchas chicas guapas, como le había dicho a Von Below en Berlín. De Mussolini comenté que era un payaso muy pagado de sí mismo y que parecía un matón. Rommel estuvo de acuerdo y se rió. Tampoco era nazi, claro. Después hablamos de la entrada de los estadounidenses en la guerra. Comenté que no creía que pudiéramos superar su capacidad para producir armamento, que no podíamos bombardear sus fábricas, y que lo único que nos quedaba entonces era tratar de hundir sus barcos cuando se acercaran. Expuse claramente mi opinión de que con los EEUU en el bando enemigo lo más probable es que perdiéramos la guerra. Rommel asintió. Ambos reconocimos sentir mucho respeto por nuestros enemigos y el mariscal añadió que no debíamos olvidar que también eran seres humanos. Estuvo muy de acuerdo con que en nuestra unidad tratáramos a los pilotos enemigos capturados como invitados de honor. En general, los británicos se comportaban con honor en la lucha y nosotros teníamos que hacer lo mismo respetando estrictamente la Convención de Ginebra. En ese momento hicimos un brindis por todos los caídos: alemanes, italianos y aliados. Rommel de paso aprovechó para elogiarnos a mis camaradas y a mí y afirmó que no habría logrado ningún éxito sin el apoyo de nuestra unidad, el Jagdgeschwader 27. Entonces preguntó por nuestra impresión sobre nuestros aliados italianos. Franzisket respondió que sería mejor que volasen en nuestros Messerschmitts en lugar de en sus cazas Macchis, que resultaban inferiores. Que les iría mejor en combate. No entendíamos por qué otros de nuestros aliados volaban en cazas alemanes, como los rumanos, los búlgaros y los croatas, y no los italianos. Rommel aseguró que lo hablaría con Kesselring. Yo le di la razón a Franzisket y añadí que notaba que los pilotos italianos no eran tan entusiastas en el combate como nosotros o los británicos. Rommel dijo que él había notado lo mismo en las tropas de tierra. En fin, estuvo muy bien el encuentro porque coincidimos en todo.




Marseille y Rommel


-E: Tenía usted ciertos planes de futuro, por entonces.

-M: Sí. Estaba muy cansado de todo. Neumann me recomendó que me fuera otra temporada a Alemania. Hitler quería entregarme en persona los famosos Dimantes, pero yo preferí esperar a Navidad antes de volver a Berlín. Había pensado casarme por esas fechas, aunque lo que más me retenía en África era el temor persistente de que algo le podría ocurrir a Mathias si yo me iba. Tanto Neumann como Franzisket me aseguraron que no tenía de qué preocuparme al respecto. Pero me quedé… y para siempre.

-E: Repasando su vida, Jochen, creo que cuando no combatía era usted exactamente lo opuesto a todo lo que predicaba el nacionalsocialismo.

-M: La verdad es que sí.

-E: Para acabar, y disculpe que eche mano de un tópico, pero ¿podríamos entonces decir que vivió usted en el momento y el lugar equivocados?

-M: Podríamos decirlo, sí. Pero tampoco lo pasé mal del todo.

-E: Muchas gracias y encantado, Jochen.

M: Igualmente, ha sido un placer.



El 30 de septiembre de 1942, cuando regresaba al frente de su escuadrilla de una misión de escolta de Stukas en la que no hubo combates con aviones enemigos, Marseille informó por radio que la carlinga de su Messerschmitt Bf 109 G-2/Trop se estaba llenando de humo (la investigación posterior reveló que se había producido una fuga de aceite que se inflamó). Dos camaradas, Pöttgen y Schlang, le guiaron hasta las líneas alemanas, pero el avión de Marseille cada vez descendía más de forma irremediable. Cuando sobrevolaban Sidi Abdel Rahman (Egipto), Marseille, ciego y medio asfixiado, decidió saltar del aparato. Puso el avión invertido, siguiendo el procedimiento estándar, y salió de la carlinga, pero sin darse cuenta de que el aparato había entrado en un profundo picado. Como resultado, se golpeó en el pecho con la cola del caza. Es posible que el golpe le dejara inconsciente o que le matara de forma instantánea, pero en todo caso sus camaradas vieron su cuerpo caer sin que se abriera el paracaídas.

Marseille murió con 158 victorias aéreas confirmadas, 151 de las cuales obtenidas en el Norte de África. Fue enterrado al día siguiente en Derna (Libia), durante una ceremonia fúnebre. Su jefe, el Geschwaderkommodore del JG 27 Eduard Neumann, dejó escrito en la orden del día de su muerte:

Nos deja el deber de emularle como persona y como soldado. Su espíritu será siempre un modelo para este Geschwader.

Después de la guerra, sus restos fueron trasladados a Tobruk (Libia), donde existe un monumento conmemorativo a los caídos alemanes.



Caza Messerschmitt BF 109 G-2/Trop con la librea del último aparato que pilotó Marseille. Museo TAM de Brasil


Para tratar de explicar la figura de Hans-Joachim Marseille, Colin D. Heaton y Anne-Marie Lewis (autores de The Star of Africa. The story of Hans Marseille), nos piden que imaginemos a un militar estadounidense de la época, premiado con la más alta condecoración de su país, la Medalla de Honor del Congreso, que despreciara abiertamente la guerra y la política de su gobierno, que ignorara la segregación racial oficial, que desafiara la autoridad de sus superiores, y que se negara a cumplir con las leyes, usos y costumbres sociales. La gran diferencia entre este hipotético héroe yanqui y Marseille es que alguien así en la Alemania nazi podría haber acabado fusilado -como de hecho ocurrió a menudo-, cosa de la que él era muy consciente.

En 1957 se rodó una coproducción germano-española sobre su vida: “La Estrella de África” (Der Stern von Afrika), de Alfred Weindemann. Dejando aparte que la película es bastante floja de por sí, en la versión hispana no sólo se recortaron quince minutos, sino que además se inventaron que Marseille se había casado para que las escenas en las que aparecía con su novia en la cama no resultaran inmorales.



En el 25º aniversario de su muerte (1967) se le realizó un homenaje en Fürstenfeldbruck (Alemania). Acudieron pilotos veteranos de caza de la Segunda Guerra Mundial de seis países, así como su madre y su novia.

En 1975, el cuartel de la Luftwaffe de Uetersen (Alemania) fue rebautizado como Cuartel Marseille.

En el panteón familiar del cementerio luterano de Alt-Schöneberg, en Berlín, Marseille tiene un monumento conmemorativo:




En el lugar de su muerte, en Egipto, se construyó un monumento conmemorativo con forma de pirámide que se restauró en 1989. Lleva una inscripción en alemán, italiano y árabe que reza:

Aquí murió invicto el capitán H. J. Marseille
30.9.1942

A la ceremonia que se celebró para inaugurar la restauración del monumento acudió un sudafricano al que todos conocían como Mathias.











(1) De la Tercera Escuadrilla, del Primer Grupo, del Ala de Caza 27 (Staffel 3, I Gruppe, Jagdgeschwader 27, o 3/JG 27)

(2) Es muy probable que el hombre que ametralló a Förster fuera un piloto australiano: Clive “Killer” Caldwell, que se ganó ese apodo (“asesino”) entre otras cosas por su costumbre de disparar a los aviadores enemigos que se lanzaban en paracaídas, precisamente. Consciente de que tales actos suponían una violación de las leyes internacionales, se justificaba asegurando que había visto a un piloto alemán hacer eso mismo, es decir, disparar a un compañero suyo mientras descendía en paracaídas. Lo cierto es que no hay registrado ningún caso en que un piloto del JG 27 hiciera algo así en la campaña del Norte de África. Caldwell fue el máximo as de caza de su país durante la Segunda Guerra Mundial, con 28,5 victorias confirmadas.

(3) Más tarde, Herbert Kappler recibiría el mando de toda la policía alemana desplegada en Roma y sería el criminal responsable de la masacre de las Fosas Ardeatinas.


Más información:

-Heaton, Colin D. y Lewis, Anne-Marie, “The Star of Africa. The story of Hans Marseille” (Zenith Press, 2012).

-Scutts, Jerry, “Bf 109 aces of North Africa and the Mediterranean” (Osprey, 1994).

-Spick, Mike, “Ases de caza de la Luftwaffe” (San Martín, 2002).

-Sundin, Claes y Bergström, Christer, “Luftwaffe fighter aircraft in profile” (Schiffer, 1997).

-Weal, John, “Jagdgeschwader 27 ‘Afrika’” (Osprey, 2003).





6 comentarios:

  1. Este blog debería estar inscrito en la Universidad de Historia

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  2. Sencillamente sensacional Pedro.. gran idea lo de desarrollar la entrada en forma de entrevista... se hace muy ameno (y adictivo!).

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  3. ¡Excelente nota ficcionada!
    Desde Uruguay, mis más cálidas y sinceras felicitaciones.

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  4. Fantástico qe buena nota interpretativa del as alemán dejando de lado su poco apego al nazismo, y por otra parte su idealismo de caballero. Respetando a sus adversarios, un héroe de batalla como los caballeros de la antigüedad, paz en su tumba

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